Arte, literatura y cultura popular

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Juan Gabriel y El arte de la fuga

Antonio Valle


jueves, 25 de octubre de 2012

Bachelard: El agua y los sueños



 
Antonio Valle
A Francisco Valle Courtois
 

En esta temporada de tsunamis y tormentas volví a pensar en Gastón Bachelard. Entre su vasta bibliografía encontré El agua y los sueños, que forma parte de un cuarteto de ensayos en los que explora la imaginación poética en relación con los elementos. Esas fuerzas imaginantes, dice Bachelard, “ahondan en el fondo del ser, quieren encontrar en el ser a la vez lo primitivo y lo eterno.” Para probar el paso del tiempo en este ensayo, reflexioné en algunas de sus tesis que indagan en las obras de algunos narradores y poetas, a los que me permití incorporar nueva bibliografía y algunas experiencias desde el self. Ya en las sagas griegas se observa la fusión de las aguas reales con las aguas imaginarias, provocando que algunos fabulistas de mitologías –precursores de Bachelard y de Roland Barthes, entre otros– elaboraran bellísimas cartografías literarias y marítimas. Tal vez por eso algunos lectores de este “soñador de palabras” aseguran sentir una sensación oceánica cuando leen ese memorable ensayo. Como Freud empleó el concepto “oceánico” para describir un estado mental sumamente placentero producido por el yoga, pensé que no puede haber lectura más afortunada que la que reconoce los beneficios que un libro le lleva a su lector. Esto no es nuevo: en su pequeño libro De cómo se salvó Wuan-Fo, Margueritte Yourcenar describe algunos de los milagros que puede hacer el arte fusionado con el mar. Así, El agua y los sueños me ha provocado sensaciones semejantes aunque paradójicas; por ejemplo, cuando Bachelard aborda las Narraciones extraordinarias, de E.A. Poe, ese libro con el que miles de jóvenes se han iniciado en el culto que funde la belleza con el horror; fenómeno histórico que sólo se explica por una eficacia literaria que, como dice Bachelard, reúne lo primitivo y lo eterno. En el fondo de la fascinación que siento por Poe subyacen algunas similitudes entre su historia real con algunos pasajes de mi vida. Como parte de esa oscura coincidencia –génesis de un antiguo mal marino– existe un sueño que W.H. Auden consigna en su precioso libro Iconografía romántica del mar, que al paso de los años “se me ha ido mezclando” con un sueño recurrente de tsunamis. Luego, estimulado por el “método mixto” de Bachelard, encontré el poema “Lluvias”, de Saint-John Perse, y no menos refrescante fue volver a Moby Dick, de Melville, y a El Leviatán, de Roth –ambas obras maestras forman parte del patrimonio de las mentes más plásticas que he tenido en suerte conocer. Por otra parte, un amigo muy apreciado me dio a leer la antología Sin perdón ni olvido, de Paul Celan, en la versión al español de José María Pérez Gay. Una de sus composiciones más conmovedoras dice: “Madre, he escrito cartas, Madre, no llegó ninguna respuesta.” Abatido por los tristísimos versos del poeta rumano que se suicidó en el Sena, busqué una desdicha más atemperada por la literatura y recordé La leyenda del santo bebedor que Joseph Roth escribió con tintes de ironía antes de morir. Desde luego en el mapa bachelardiano no pueden faltar Las olas y Al faro de Virginia Wolf, cuya muerte (ilustrada por el título de una novela de Julieta Campos) se define como una muerte por agua. Debido a situaciones como ésta, me ha resultado difícil separar las aguas trágicas del Sena de Paul Celan, de las aguas festivas de Henry Miller o de las aguas metafísicas de Julio Cortázar; cuyos afluentes poéticos se comunican con el Río de la Plata de Oliveira y con el de Santa María de Onetti. Como parte de esta navegación en distintos tiempos, geografías y espejos, es ineludible mencionar al magnífico poeta Nezahualcóyotl que nació y vivió en la región lacustre de Tenochtitlan y Texcoco. En esta nueva cartografía que, preciso recordarlo, es un homenaje a Bachelard, hallé de nuevo la felicidad en Novalis, quien escribió esta maravilla: “el agua es una llama mojada”. Curiosamente, los poemas que Novalis escribe en Les hymnes á la nuit me llevaron a reflexionar en los temas de la pureza y la purificación del agua propuestos por Bachelard. Desde esas aguas espejeantes llegué a La invención de Morel y, navegando en esa novela, a las artes cinematográficas. No es difícil imaginar el proceso de recepción de una película como una inmersión en el agua y los sueños, además, si como dice Bachelard que hoy padecemos “más que nunca la acción de la imagen”, con el procedimiento propuesto por Bioy Casares es posible “ver” con las palabras algunas de las cintas que no se filmaron en el Danubio, el Mississippi o el Tajo, por lo que proponemos para este mapa del lenguaje las novelas río de Faulkner, de Magris y de Saramago. Mención especial merece el poema “Mar de fondo”, de Francisco Hernández, quien a propósito de Paura (heroína; especie de femme fatale creada por el poeta veracruzano cuyo nombre latino se vincula al pavor que la humanidad siente ante los peligros reales o ficticios) dijo: “Ella es el premio con que sueñan arponeros mutilados, buzos dementes y gavieros incógnitos.” Se cumple así una de las ideas geniales de Bachelard: “La primera tarea del poeta es desanclar en nosotros una materia que quiere soñar.”

Los siguientes son los títulos de los capítulos de El agua y los sueño con algunas paráfrasis:

I. Las aguas claras, las aguas primaverales y las corrientes.

Fue una sustancia, no el “tiempo perdido”, lo que salí a buscar aquella mañana en la cartografía de El agua y los sueños. Con esa mixtura bachelardiana de poesía y psicoanálisis recuperé la atmósfera de un oasis al que mi padre me llevó siendo muy pequeño. Era una colina llamada Las Fuentes Brotantes; aquel lugar estaba cubierto de ojos de agua donde convivían el oro y la turquesa. En ese edén acuático de Tláloc tuve la certeza de que siempre recordaría la gloria que sólo poseían las aguas claras de la iniciación en Mesoamérica.

II. Las aguas profundas, las aguas durmientes, las aguas muertas, “el agua pesada” en la ensoñación de Edgard Poe.


Todo el horror que viví cuando era adolescente, y que todavía hoy me provoca La caída de la casa de Usher, se azoga en el tenebroso espejo de agua donde se refleja la diabólica mansión. Poe inicia su relato frente a esa fosa común de aguas muertas y en ella termina la historia del siniestro. Todo lo que representa el incestuoso deseo de Roderick Usher (por otro lado satisfecho durante el mismo proceso de escritura) se abre y se cierra en el inconsciente del lector. Para que mi espíritu infantil aceptara como posibles algunas experiencias de este tipo, recurrí a una buena cantidad de bebidas “espirituosas” hasta que un día experimenté como propia esta sentencia autobiográfica de Allan Poe: “Desde tiempos de mi niñez... no pude llevar mis pasiones desde una común primavera.” Pronto me di cuenta de que no había mejor manera de fluir con mi compleja situación anímica que “insistiendo en el agua”; por algo Baudelaire, el gran crítico de Poe, había sentenciado: “Hombre libre buscarás el mar.” Esa “sustancia madre”, como la define Bachelard, era algo que yo sin saber buscaba. La sensación final que me dejaban aquellas celebraciones dionisiacas era como la de mi sueño recurrente con el tsunami. Auden describe un sueño de Wordsworth donde Don Quijote se aleja del sitio donde un tsunami (símbolo del inconsciente que desea hacerse consciente) está a punto de irrumpir en el desierto donde el poeta está soñando. Una riada de profundis vuelve arremetiendo con su carga.

III. El complejo de Caronte

Dice Bachelard que el “imperio de la muerte en el alma de Poe es el recuerdo de su madre moribunda”, y agrega que “para algunos soñadores profundos el viaje en ataúd sería el primer viaje verdadero”. Jung dice que “el muerto es devuelto a la madre para que lo vuelva a parir”. Pensé en el funeral espléndido que Lord Byron le ofreció al poeta Shelley frente al mar; que dicho sea de paso, es análogo al réquiem de Quetzalcóatl, quien a bordo de una embarcación se incineró en el Tillan Tlapallan (el quemadero) para convertirse en Venus, planeta cuyo sínodo irregular fundamenta la cosmovisión de Mesoamérica. Como en la cinta El barón de Munchausen, donde también el romance de Vulcano con Venus se nutre de dos corrientes: de agua y fuego. A este respecto es impresionante la claridad de Bachelard: “Un psicoanálisis completo de la bebida […] debería presentar la dialéctica del alcohol y de la leche, del fuego y del agua: Dionisos contra Cibeles.” Agregaría Apolo- Afrodita y un estudio completo del enigmático Espejo humeante.

IV. El complejo de Ofelia.

He visto una docena de litografías y pinturas de suicidas amorosas. En esta cartografía, esas jóvenes muertas van a la deriva y son representadas por el personaje de Ofelia, cuyo nombre significa “la que socorre a otros”. Ella, a la que Shakespeare hizo representar el papel de una mujer desequilibrada –y sospechosa de pecado–, ofrece una coartada inmejorable a un príncipe Hamlet asexuado y paradigma del hombre contemporáneo para eximirlo de la culpa.

V. Las aguas compuestas se ligan con la supremacía del agua dulce.

Dicha fusión la viví en un litoral salvaje del Istmo de Tehuantepec. Una noche, después de navegar en las aguas del Mar Muerto, encontré refugio en una islita. Enfrente de mí, como si reventaran en el más allá, escuchaba las olas del mar abierto. Al amanecer superé una barra dorada que divide al Mar Muerto del Océano Pacífico, azul y vivo de Tehuantepec. Luego caminé muerto de sed por una playa, hasta que encontré un pozo de agua dulce. Como dice Bachelard, “estaba viviendo el largo sueño del enlace”.

VI. El agua maternal y el agua femenina.

En el fondo del mar, muy cerca de Acapulco, habita una Virgen de Guadalupe. Hace medio siglo mi padre me llevó a conocerla en una lancha con fondo de cristal. En la película Inteligencia artificial un androide –construido con el mismo control de calidad de los “replicantes” de Blade Runner–, es decir dotado de sentimientos superiores a los del promedio humano, aguarda durante siglos bajo el mar a que reviva una escultura que ha confundido con su madre. El santo bebedor muere intentando pagar un préstamo que no pidió, mientras contempla con la mente sumergida en alcohol a Santa Teresita de Lisieux.

VII. Pureza y purificación. La moral del agua.

Sueño. Dentro de una gruta mi padre me invita a bañarme en una poza de aguas termales ambarinas. De la bóveda se desprenden siete esqueletos como los que aparecen en la película Jasón y los argonautas. Una energía, a la que sólo puedo definir como la divinidad, mata a las muertes que estaban empotradas en la “bóveda craneal”. Mi padre y yo navegamos sobre unas aguas azul marino en una fragata que transporta botellitas de Old Spice.

VIII. El agua violenta.

La naturaleza de este vehículo puede referirse al Maelstrom, que en su expresión de mayor octanaje es producido por el agua ardiente. De estas aguas conviene explicar algunos mitos y el comportamiento de tres héroes civilizatorios. En Mesoamérica encontramos a Quetzalcóatl bebiendo pulque y teniendo relaciones sexuales con su hermana, la encantadora Quetzalpetlatl. Atravesando el océano, llegamos a la patria de Arturo que vive una historia parecida con Morgana. Dionisos, cuya iconografía en su viaje de regreso a India lo muestra navegando viento en popa impulsado por una rama de vid, a diferencia de Alejandro Magno, quien finalmente fue derrotado por los místicos guerreros de India, no tuvo que luchar para conquistarlos. La historia de la humanidad enseña que los devotos de Dionisos suelen ser proscritos y deseados. Algunos de sus avatares trágicos son Rimbaud, Nijinsky y Jim Morrison, quienes forman parte de un grupo de artistas superiores.

IX. La palabra del agua

Con este tema Bachelard cierra su ensayo. Es el agua que viene de las fuentes y la lluvia, es el agua del “lenguaje fluido”, como dice este verso del Martín Fierro: “Las coplas me van brotando como agua de manantial”, o también esta balada de Saint John Perse: “Vosotras, las que limpian a los muertos, en las aguas madres de la mañana… lavad también la faz de los vivos; lavad, ¡oh lluvias! la faz triste de los violentos…” lo cual significa, casi sin que me dé cuenta, de que he regresado a la gloria de Las Fuentes Brotantes.
 
 

sábado, 21 de julio de 2012

Saramago: el gran lagarto verde y las tentaciones de San Antonio


Antonio Valle



        
 

José Saramago niño y joven Fotos: Fundación José Saramago


Cuando supe que Saramago había muerto, recordé que cinco años atrás María Diego me había contado un pasaje en el que el novelista describía una intensa escena de su abuelo: “Pocos días antes de su último día tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol de su huerto, abrazando los troncos, despidiéndose de ellos, de las sombras amigas, de los frutos que no volverá a comer. Porque habrá llegado la gran sombra.” Yo no tenía ni la más remota idea de dónde podía localizar esta conmovedora escena. Por mi mente pasaron algunos de sus libros como Ensayo sobre la ceguera, El año de la muerte de Ricardo Reis y La caverna. Por supuesto, en ninguno de ellos se encontraba aquel pasaje que me parecía perfecto para iniciar un breve acercamiento a los orígenes del novelista. Deseaba escribir algo que estuviera a tono con su estilo sensible y subjetivo. En una librería encontré el libro Las pequeñas memorias. En su portada, un niño en pantalones cortos camina bajo la sombra de un árbol. La copa verde, salpicada de oro viejo, rojos profundos y naranjas, rompe un blanco inmaculado. La publicación abre con este epígrafe: “Déjate llevar por el niño que fuiste.” Libro de los consejos. Aunque no estuviera aquí la famosa escena del abuelo, estaba seguro de que en ese libro Saramago iba a contarme lo que buscaba.

LOS ÁRBOLES: EL ESCONDITE DEL GRAN LAGARTO VERDE

Después de un inmenso recorrido a través de la historia y de la geografía portuguesa, pocos años antes de morir Saramago escribió Las pequeñas memorias. Con esas historias regresaba a la vieja casa, a la humilde aldea, a los olivares que se alzan entre el río Almoneda y el Tajo. Con esas riadas poderosas, como una creciente de su memoria, Saramago ha construido este libro con todo y su fondo movedizo: “de ese lodo, ora seco, ora húmedo”, compuesto con “detritus de todo y de todos”, de sustancias que “pasaron por la vida y a la vida retornaron”, Saramago obtiene la materia esencial para volver setenta años más tarde a Azinhaga, la querida aldea donde “acabaría de nacer”. Más allá de esas fronteras rumorosas de agua, Saramago hace surgir los antiguos olivares donde se esconden los lagartos verdes de la infancia.

En esos paisajes de la memoria, el niño Saramago simplemente se encuentra en el paisaje, no cuestiona nada. Revitaliza su memoria al dormir al lado de unos caballos, cuando es tocado por la albura de la más resplandeciente de las lunas. Esa misma mañana, el chico Saramago caminó sobre unas lajas de un camino romano. El novelista se interroga si acaso algunos de esos recuerdos no formarán parte de una memoria ajena, de episodios en los que el niño que fue debió participar como un actor inconsciente. Muchas debieron ser las horas de la infancia y de la adolescencia que Saramago empleó para pescar “imágenes, olores, sonidos, brisas, sensaciones” con las que años más tarde construyó su libro.

LA LENGUA: EL BARBO QUE SE HUNDIÓ CON EL ANZUELO

Desde 1985, después de que publicó El año de la muerte de Ricardo Reis, Saramago escribe y publica sin cansancio. Hasta ahora y desde hace veinticinco años, sus historias le dan la vuelta al mundo en docenas de idiomas. No es difícil reconocer su prosa: sencilla, certera y llana. Gracias a esa literatura, y mediante el “poder reconstructor de la memoria”, a mediados de la presente década traza una orografía física y emocional con la que reconstruye una zona milagrosa, un territorio en estado de gracia que, como él mismo dice, “al creador de los paisajes se le olvidó llevarse al paraíso.” Son lugares, nombres, situaciones, instantes, revelaciones que emergen “bajo aluviones de olvido”. Dos de sus escenas nos recuerdan el libro Atrapa al pez dorado, de David Lynch, así como a la película El gran pez, de Tim Burton. La primera circunstancia se refiere a algunos seres que ascienden a la consciencia, que, como si fueran boyas de corcho retenidas en el fondo del agua, se desprenden de su amalgama hecha de lodo. La segunda circunstancia se desarrolla en la boca del río Almoneda cuando el chico Saramago ha salido de pesca. De pronto, la boya del corcho se sumerge en las profundidades, y aunque el muchacho tira y tira, el pez se hunde con el anzuelo, la boya y la plomada. A pesar de la lucha que presenta, nos cuenta Saramago, el barbo se ha ido con su marca. De alguna forma ese pez, y desde entonces, es suyo para siempre. Las pequeñas memorias es un libro de situaciones sencillas, aunque extraordinarias. Son experiencias profundamente ligadas a la literatura portuguesa, por ejemplo, la historia del hombre joven que, como Don Quijote, enloqueció por leer demasiado. O la de cierta dama española que destrozaba la lengua de Camões sin piedad. Así transcurren breves historias por las calles y las casas que habitó el futuro poeta novelista. Por ejemplo, desplegando su gran estilo, nos habla de una calle llamada Sucia, donde iba a dar la calle del Capelao, “presencia fatal, inevitable en letras de fado y recuerdos de la María Severa y del Marqués de Marialva, acompañados de la guitarra y de copas de aguardiente”. Balsamina, carnadura, áspid, azuela, ventregada, almiar, piteras, sabugo... son algunas de las “raras y luminosas” palabras que encuentra Saramago para hacer contacto con sus lectores. Son palabras antiguas que parecen provenir de tiempos lejanos, cuando, en compañía de su madre, el niño Saramago se dejaba llevar por las alas de las palabras escuchando la voz de una mujer que les leía: María, a fada dos bosques, una novela antigua que era distribuida en fascículos semanales.

LA MEMORIA: ENCIENDE ESTRELLITAS ADENTRO DE LA NOCHE

La memoria del escritor hace que despierten los recuerdos propios. La memoria del silencio y la mirada de algún chico cuyo nombre ya no recordaremos nunca; el triste olor de la ropa mal lavada; la escritura como una forma de encender estrellas en la oscuridad. Memoria caótica que suavemente logra hacer que ciertas piezas encajen de tal forma que aparezca la certeza. El pequeño hermano que murió, la violencia ejercida por algunos niños perversos, las experiencias dolorosas que vive el pequeño Saramago, la pregunta formulada por un zapatero prodigioso: ¿Tú crees en la pluralidad de los mundos? Es cierto, muchas veces olvidamos lo que más nos gustaría recordar, pero a veces algunas palabras sueltas, fulgores o iluminaciones que no hemos convocado detonan verdaderas riadas de memoria. Por eso Saramago sabe que nadie se acordaría de su primo José Dinís si no hubiera escrito ciertas páginas de Las pequeñas memorias.






  
Las tentaciones de San Antonio. (Detalles) Hieronymus Bosch                      


EL BOSCO: LAS TENTACIONES DE SAN ANTONIO

Originalmente Saramago pensaba titular al libro de Las pequeñas memorias como El libro de las tentaciones. Deseaba demostrar que la santidad, ese raro estado espiritual, era incapaz de subvertir a nuestra indestructible animalidad humana, ya que que ese estado lo único que lograba perturbar era a la naturaleza. Saramago piensa que, con su actitud beatífica, San Antonio habría provocado una especie de amotinamiento, tanto de las fuerzas de la naturaleza como de los deseos inconscientes. La leyenda áurea de Santiago de la Vorágine cuenta que San Antonio Abad fue el primer ermitaño que enfrentó las acometidas de Satán. Este argumento presenta el conflicto entre el bien y el mal y expresa las terribles torturas mentales que padeció el monje. El místico, después de desprenderse de sus bienes, se convierte en un asceta ermitaño del alto Egipto. Más tarde, en algún lugar del desierto es tentado –sin éxito– por el demonio. Como el santo dormía en una sepultura, es considerado patrono de los sepultureros. Como vencedor de la impureza –casi toda su iconografía incluye la imagen de un cerdo domado a sus pies–, también es considerado patrono de animales, especialmente de las porquerizas. Este es un detalle que tiene su importancia para comprender algunas de las motivaciones profundas por las que Saramago presta atención especial a la pintura Las tentaciones de San Antonio, obra que se encuentra en el Museo Nacional de Arte de Lisboa. Esa pieza muestra algunos símbolos que aluden a algunos pecados capitales como la lujuria, la gula y la herejía. Hieronymus Bosch, precursor mítico del surrealismo experimentado en el siglo XX, transmite, con agitación e ironía, una cosmovisión medieval saturada de hechicería y paganismo, no exenta de gracia. Las escenas plasmadas en Las tentaciones de San Antonio constituyen un tema que a Saramago le permite verse a sí mismo como “objeto de las tentaciones.” Dice:

Así como al santo lo asediaron los monstruos de la imaginación, al niño que yo fui lo persiguieron los más horrendos pavores de la noche, y las mujeres que lascivamente siguen bailando ante todos los Antonios no son diferentes de aquella prostituta gorda […] que una noche me preguntó […] ¿Quieres venir conmigo?

El novelista desiste de llamar a sus recuerdos El libro de las tentaciones y prefiere reunirlos bajo el título más sereno de Las pequeñas memorias. Desde luego esto es un acierto, ya que el pequeño Saramago resuelve las tentaciones que la vida le presenta de manera sencilla y natural, sin que tenga que recurrir a las enseñanzas y mortificaciones del asceta que dormía en un sepulcro vacío. Las aventuras iniciáticas, primero del niño y después del muchacho de campo, son resueltas con ingenio y alegría. Por supuesto, San Antonio también es defensor de las causas justas y protector de los olvidados. En este sentido, tanto la actitud real como la obra literaria del Saramago agnóstico son mucho más consistentes que las de miles de fieles del piadoso santo.


En su natal Azinhaga. Foto: Pilar del Río

ILUMINACIONES: AMADOS ABUELOS

Saramago fue un hombre, además de inteligente, muy sensible y bueno. Así lo demuestra el afecto con el que habla de sus ancestros. Cuenta que a la casa de sus abuelos le decían Casalinho, que veía estrellas cintilando por las grietas del tejado, que había un espejo con la película de mercurio desgastada y que su cocina, simple y sencillamente, era el mundo. Tuvo consciencia de que su abuela “era la mocita más guapa de Azinhaga” y que a su abuelo le decían palo negro por su tez morena. Ninguno de ellos sabía leer. Hacia el final de Las pequeñas memorias encuentro la escena que buscaba al principio: un viejo Saramago cuenta cómo se le acerca una imagen, “es un hombre alto y delgado” que trae un gabán por el que se deslizan “todas las aguas del cielo”: es su abuelo, sabio, callado, y puede que hasta sea un filósofo o un “escritor analfabeta.” Ese hombre pronto “tendrá el presentimiento de que ha llegado el fin, e irá, de árbol en árbol…” El lenguaje prodigioso del novelista ha resucitado a su abuelo en un sendero inundado, igual que a mí en este instante sus palabras aladas me resucitarán una memoria que no sabía tan honda, tan lejana pero tan cerca de la suya. Una memoria que, ¿cómo si no?, me estremece, cuando escucho que su abuela, campesina portuguesa, dice a los noventa años: “El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir.” Entonces vuelvo a ver al niño Saramago tratando de sacarle la vuelta a un trabajo duro. Se siente incómodo porque la lluvia comienza a caer, pero escucha a su abuelo: “Trabajo que se empieza se termina, la lluvia moja, pero no parte los huesos.” Como lo hará por el resto de su vida, el niño Saramago termina la tarea. Está empapado pero feliz.

En la última sección del libro –integrada por diecisiete fotografías– no sobra la siguiente línea: “Mi madre era una belleza. No lo digo yo, lo dice este retrato.” Durante todo el trayecto uno supone que su padre, por decir lo menos, es un personaje mentiroso, autoritario, perturbador… Sin embargo, en la línea final del libro Saramago le hace un mínimo y absoluto reconocimiento: “le perdoné todo. Nunca habíamos estado tan juntos”.

Como propone Saramago al comenzar el libro, hice lo posible para dejarme conducir por el niño que hace medio siglo fui. Percibo la gracia narrativa del maestro portugués. Aunque nunca más vuelva a ver al gran lagarto verde escondido entre los olivares, las riadas de Saramago han nutrido también a mi memoria.

domingo, 8 de julio de 2012

Slow train coming


Dylan en una escena del documental No Direction Home, Martin Scorsese, 2005


Antonio Valle

A Byron, el golden retriever...

A principios de los sesenta Dylan comenzó a escribir la música que cinco o seis generaciones han oído para visualizar auténticas imágenes poéticas. Entonces yo, que no cumplía diez años, no sabía quién era el muchacho de cabellos locos que escuchaban los chicos más grandes y avispados. En mil novecientos ochenta y tantos, Jorge Belarmino Fernández –quien conoce a Bob Dylan como nadie– solía invitarme a escuchar algunos de sus discos hasta que aparecían “blanquísimos acantilados del amanecer”. Ya desde entonces me parecía como si hubieran caído diluvios de tiempo sobre “Blowin in the Wind”, el himno que pertenecía a un reino casi virginal, reino de mi maestra de inglés, una estadunidense de origen mexicano que exigía derechos civiles para todos. Esa muchacha nos enseñaba la lengua de Shakespeare cantando “The answer my friend, is blowin in the wind."

En la segunda mitad de los setenta, cuando los últimos jóvenes de mi generación leían On the Road, yo viajaba en autos destartalados haciendo autoestop y coros de vagabundo: “¿Cuántas carreteras debe un hombre caminar antes de que lo llamen hombre?” Entonces Henry, The Boy, el último filósofo de la vieja banda que tocaba la guitarra y la armónica al estilo de Tennessee, solía asombrarnos explicándonos cosas de la vida apoyado en el escéptico Dylan, en Nietzsche y en Heidegger. Naturalmente, al rato nos alcanzó la falta de fe, el hastío y comenzó la diáspora. Más tarde, Dylan, el judío agnóstico y errante, daba uno de sus giros más inesperados convirtiéndose al cristianismo.

Hasta antes de 1985 disfruté los discos más poderosos del compositor que nació en Duluth, Minnesota en 1941; pero en la primavera de ese año escuché unas cintas inéditas; por supuesto Belar me habló de ellas a tiempo, pero yo llegué con un retraso de seis años a Save y a Slow Train Coming. Aunque lo único que me importaba era oír esa música, no dejaba de hacerme ruido saber que el héroe de la nueva izquierda estadunidense había dado un giro de ciento ochenta grados; más de tres veces el ídolo de la new left había despreciado la crítica burda de los sectores “progresistas” de Estados Unidos. Lo que no sabía es que Dylan había sufrido una separación afectiva que le provocó una crisis espiritual profunda. Eso lo entendí una noche, cuando en el puerto de Veracruz, gracias al aullido hipnótico que hacía una locomotora ensamblada con un gospel de Dylan, al fin logré despegarme de la mirada de una andaluza cuyos ojos dorados y agitanados me habían arrebatado la conciencia. Como pude, logré llegar a la terminal de trenes. En la vieja estación me di cuenta de que ya no había ninguna vía férrea por donde deslizarse; enfrente estaba el mar y más lejos estaría amaneciendo en Europa. Desde ese momento, y aunque muchos fans de Dylan no apreciaron esa pieza, cuando compré mi boleto para regresar a la ciudad, supe que Slow train coming es un disco al que siempre puedes recurrir para que, como dice Séneca, “no dejes que nada ni nadie te conquiste… salvo tu alma.”

“El ego del hombre está hinchado, sus leyes son anticuadas. En el hogar de los bravos, Jefferson se revuelve en su tumba”. (Slow train coming)

Meses después, durante el terremoto que devastó a Ciudad de México, falleció un músico que, como el Dylan folk, solía acompañarse con armónica y guitarra para cantar algunos blues donde por primera vez el español sonaba natural. En sus composiciones mezclaba algo de la nueva trova cubana, de Tin Tan y hasta de Chava Flores, pero era evidente que el “profeta del nopal” había asimilado el estilo estético del “profeta de Tennessee”. Rodrigo González le daba aliento a un movimiento de rock mexicano que –junto con el surgimiento de la sociedad civil– le abría paso a nuevas formas de expresión en español que los jóvenes de mi generación, exceptuando las cancioncitas de fresa y chocolate, las locuras del Triy el ingenio de Botellita de jerez, sólo escuchamos poesía con gran dificultad en el rock que se hacía en Inglaterra y en EU. Con ese movimiento de rock en tu idioma apareció la mítica Santa Sabina. Sus fundadores, la cantante y performance woman Rita Guerrero y el extraordinario Alfonso Figueroa, con el resto de la banda, asumían las letras alucinantes que escribía la poeta Adriana Díaz Enciso. Otros grupos importantes que exploraban con posibilidades metafóricas en español fueron Real de Catorce, Caifanes, Maldita Vecindad y Café Tacuba. Gracias a la maestra hippie de la secundaria no fue tan difícil que lograra “ver” algunas insólitas imágenes Bob Dylan en inglés y después de Aurora en español.

“¿Cuántos años pueden algunas personas existir antes de que sean libres?”

Diez años más tarde publicaba algunos brebajes filtrados a través de los vasos comunicantes de la literatura. Decía que al finalizar el milenio la historia de las letras parecía que desembocaba en un puerto –por supuesto, inconscientemente estaba pensando en la heroica ciudad de Veracruz–; ahí, algunos escritores se disponían a partir llevándose los textos de sus autores más preciados. Junto a poemas antiguos, como si fueran cartas de navegación, extendimos nuevos textos para que algunos escritores, como Paul Auster un día lo hizo, se hicieran a la mar buscando alguna de las ciudades invisibles en Europa; o en su defecto Ítaca; “puerto imposible en la mente genial, no de Pound, sino de un pastor de cabras por siempre contemporáneo”. Los menos académicos escribirían letras de blues y rock para contar sus odiseas fantásticas. Los poetas más serios y maduros, invocando a entrañables capitanes de navío, se aprestarían a descubrir nuevas rutas de navegación para cantar una renovada historia del amor y las ideas. En ese extraño fondeadero finisecular, a la mañana siguiente de ese ya postmoderno 1995, críticos, lectores y audiencias seguían esperando a que musas y quimeras virtuales hicieran su aparición en un gran concierto convocado por jóvenes poetas. Sin embargo, era engañoso el déjà vu, porque en ermitas, sinagogas, tabernas, liceos, talleres, academias y portales del fondeadero imaginario, uno que otro juglar se animaba a pensar: “Sólo yo poseo las llaves de esa farsa salvaje”, mientras Rimbaud, el ruin bardo predilecto de Bob Dylan –y de buena parte de aquella “inmensa minoría” que se enamoraba y tomaba cervezas en la Rambla– se olvidaba de ese juego para atravesar los “blanquísimos acantilados del amanecer”. Los más audaces hicieron ondear innovadoras experiencias verbales y tomaron por asalto a través de la fibra óptica el siglo XXI. Otros siguieron dialogando con sus muertos sobre el papel. Así se producía la transfusión poética que amenazaba con reventar las arterias comunicantes de algunas experiencias literarias inevitablemente postmodernas. A nadie le importaba ya saber que la verdad y el olvido formaban antesalas virtuales en esa nueva eternidad que proclamaba el fin de la Historia. No muy lejos de este clima espiritual, Bob Dylan seguía haciendo música con los restos del botín sagrado que brillaba en la dársena de enfrente. Experimentando con algunos géneros de la música estadunidense, folk, country, blues, rock, jazz, producía poderosas imágenes que, como él mismo lo ha confesado, además de que esas “fanopeas” aparecían en su mente, provenían de la poesía que había leído de los malditos: Baudelaire, Verlaine; de los beatniks: Kerouac, Burroughs, Ginsberg; de los románticos: Byron, Shelley, Keats; de viejos y modernos maestros clásicos: Shakespeare, Poe, Faulkner. Todo esto provocó que algunos “intelectuales insensatos”, año tras año opinaran que merecía ser candidato al Premio Nobel de Literatura. Por supuesto, Dylan no necesita eso y tampoco sería aceptable para la inmensa República de las Letras. Sin embargo no está por demás preguntarse: “¿Cuántas veces puede un hombre girar su cabeza y fingir que no te ha visto?” (“Blowin in the Wind.”)


Foto: efeeme.com

Ya en el presente siglo, algunos de mis amigos escritores, dos de ellos poetas muy buenos y queridos, me han dicho que con gusto dejarían de escribir poesía para dedicarse a la música. Con esa idea dándome vueltas, me propuse hacer un recorrido poético y cronológico con lo que parece ser la obra clásica de Dylan. Arranqué con The Freewhelin’ Bob Dylan, seguí con The Times they Are a-changin, luego Another Side of Bob Dylan, Bringing All Back Home y cerré ese bloque con Blonde On Blonde, dejando para el final los famosos álbumes espirituales y sus discos más recientes. Cuando tuve una visión de conjunto, entendí que esa música –que cabe en una memoria USB de medio GB– integra una parte definitiva de la historia cultural de Occidente. Para lograr la autenticidad que imprime a sus composiciones –concepto en franco desuso para la cultura postmoderna–, Dylan ha buceado en corrientes subterráneas románticas y oscuras, por ejemplo en antiguos himnos celtas. También ha sublimado el hipnótico movimiento de trenes creando ritmos deliciosos acompañado por farmers trashumantes. Ha recuperado las voces de viejos compositores de blues, de singers cuyas cuerdas vocales parecen afinadas por la gracia, el sonido de guitarristas mitológicos; el clamor de out siders anhelantes y de negros surrealistas que saborean sus armónicas curadas en alcohol. Dylan ha integrado a su música el prestigio de una genuina tradición rebelde; con ella ha dado respuestas políticas y culturales, por ejemplo, a los incuestionables críticos de izquierda, al esteticismo afectado y al racismo militante. Por todo lo que para él significa su maestro, el poeta y cantante Woody Guthrie, Dylan compuso infinidad de pequeñas batallas en las que resulta imposible determinar qué fue lo que existió primero, si fue la poesía o fue la música. Con esos materiales de tan “espinosa” comprensión, Dylan ha puesto a bailar a los pueblos pobres de Virginia, de Nueva York o California; ha conseguido que becarios de las universidades de EU y de Europa, junto con las chicas que defienden los derechos civiles de la humanidad, coreen “Like a Rolling Stone.” No es gratuito que Leonard Cohen, Sam Shepard, el asesor cultural del príncipe de Asturias, Sam Peckinpah, Jorge Belarmino, mi dulce maestra de la secundaria y medio mundo, estén de acuerdo en que su voz épica y aguda nos alienta, porque esa voz durante cinco décadas ha sido irreductible a la poderosa seducción de las ideologías y de los mass media: “Aunque sé que el imperio/ de la tarde ha vuelto a convertirse en arena,/ se ha desvanecido entre mis manos, me ha dejado a ciegas/ y de pie, pero no ha logrado dormirme todavía./ Me asombra mi abatimiento, estoy plantado en mis zapatos,/ pero no hay nadie a quien tenga que ver./ Y la antigua calle vacía está demasiado muerta para soñarla.” (“Hey! Mr. Tambourine Man.”)

Creo que no es imposible que algunos poetas antiguos como Dylan Thomas o Walt Witman tuvieran revelaciones en las que supieron que llegaría el día en que sería muy popular cierto tipo de juglar irreverente, divertido pero íntegro, tan audaz y buen artista que sería capaz de convocar a miles de personas a celebrar la vida. No recuerdo bien, no sé si de verdad ahí estaba Bob Dylan, pero me gusta imaginar que hace algunos años escuché a ese artista heterodoxo tocando en un cobrizo palacio mexicano. Especulé que para atravesar esos umbrales, para acceder a ese tipo de experiencias místicas-poéticas, de imágenes precisas, de ritmo superior y clara inteligencia, era preciso que mi banda volviera a reunirse; de lo contrario tendría que esperar a que en un palacio blanco nuestro héroe viniera a tocar con la sinfónica de Nueva York o la de Londres. Definitivamente todo esto sería más sencillo si sólo fuera capaz de ligar tres acordes bajo el influjo dorado de mi amiga, la ex gitana andaluza (¿Cómo se siente ser tú misma, sin un rumbo determinado, como una completa desconocida, como una piedra que rueda? ("Like a Rolling Stone") o soportar la última mirada que me lanzó el golden retriever bajo la sombra púrpura de un árbol.

viernes, 6 de julio de 2012

Nocturno de Mérida con iluminaciones de Rita Guerrero



Antonio Valle

Me gustaría que esta crónica también fuera irradiada con el epígrafe: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla.” Gabriel García Márquez escogió esta idea para su autobiografía Vivir para contarla. Después de avanzar unas páginas en ese libro, que de alguna forma es un libro de viajes y de música, levanto los ojos para ver cómo termina el altiplano y cómo se abre el Golfo de México. Cuando el avión deja de planear sobre unas aguas color turquesa, recuerdo el título de la novela Península, península, de Hernán Lara Zavala. Vuelo hacia el congreso de Literatura, baile y música que Sarita Poot y el ayuntamiento de Mérida organizan. Abajo, los senderos de un diamante de beisbol vibran en la ciudad blanca. Pienso en las matemáticas y en su épica sublimada espejeando en los sacbés (senderos blancos) dibujados en un diamante donde se juega a la pelota caliente. Antonio Cortijo, con su vivo tono madrileño, nos da la bienvenida. Dice que estos encuentros se nutren con el prestigio de la formación académica de alto nivel y con la creatividad de narradores y poetas. Como es 31 de marzo celebramos el nacimiento de Haydn y el de Octavio Paz. No puede haber mejor fecha para iniciar una reunión de música y literatura. En las salas del Olimpo se escuchan los solistas, los coros, las exclamaciones de asombro que provocan los ensayos. Se habla de poesía, se proyectan transparencias, suenan percusiones, cuerdas, alientos, palmas... En su biografía, García Márquez dice que la música es como un surtidor de las otras artes. Exacto, no existe un tema, por más trágico o dramático; por más lúdico o sagrado que la música no toque intensamente. Los distintos géneros de la música culta se miran y se toman distancia, se mezclan y reflejan con distintos palos de la música popular de la península de Yucatán, del país, del continente, del planeta.

Persuasión celeste en la noche inaugural: sacbé a la primera base

Un cartel anuncia un homenaje para Rita Guerrero. No hace mucho la mítica cantante de Santa Sabina también dirigía un coro que hacia estremecer los patios del Claustro de Sor Juana. Por esos días un periodista, rígido y sin convicción, apareció en la tele lamentando su partida. Si era imposible creer el desconsuelo del periodista, más difícil era aceptar que Rita hubiera muerto. Pero en el Olimpo unos jóvenes actores se obstinan en confirmar el duelo colectivo y personal por la cantante. Nunca imaginé que esa noche lloraría un poco mientras veía en una entrevista cómo Rita se desvanecía, ya casi sin su inolvidable cabellera, y con el rostro violentado por el cáncer y la quimioterapia; aunque todavía sobrevivían algunas luces en sus ojos de premio jalisciense. Otra oscura coincidencia con el tema que nos ha reunido aquí; la preciosa cantante estudió en la facultad de filosofía y letras de la UNAM. Más tarde, para olvidarme de Rita, me tiro en la banca de un jardín a ver la noche. Contemplo el cielo que los mayas exploraban con su curiosidad infinita. Intentaré descubrir algún sendero celeste que me transporte de esta Mérida, la antigua T’Hó, hacia la galaxia más lejana de la Vía Láctea. Deseo hacerme una espiral en las retinas para dejarme hechizar con eso que los pitagóricos llaman música de las esferas, con eso que los arqueólogos definen con el paradójico nombre de arqueo astronomía. Trato de explicarme cómo, con esas estructuras maleables e invisibles –innumerables generaciones de matemáticos, astrónomos, arquitectos, historiadores, poetas, albañiles y contadores de las eras– los antiguos mayas llevaron a un nivel superior el arte de conocer el tiempo. Me pregunto cómo sería la música con la que esos mayas clásicos registraban sus júbilos y tristezas. Me estremece pensar que cuando los hindúes transmitieron el concepto de “cero” a los sabios griegos –en la música “eso” equivale al silencio– los mayas clásicos habían desaparecido de esta península. Alfonso Figueroa, el otro legendario fundador de Santa Sabina, hace años me explicó que para él hacer música era como esculpir el silencio. En ese instante escucho una especie de silbido sideral. Es el aleteo de un murciélago. Pasa trazando dibujos y notas trashumantes sobre un pentagrama imaginario. Para los chinos el murciélago es un símbolo de felicidad. Esos extraordinarios animalitos, de oído exquisito, colocados en forma de quincunce –emblema predilecto de Mesoamérica– representan a las cinco dichas: riqueza, longevidad, tranquilidad, salud y buena muerte. Me quedo cavilando sobre ese tema claroscuro, ese sacbé que comercia con la existencia y que me invita a recordar a Rita cantando “Estando aquí no estoy”: “No te puedo tocar/ soy fácilmente decepcionable/ soy aire y polvo/ me podría escapar y no sentir más tus sueños.” Antes de que la última metáfora se vuelva incuestionable, decido escucharla cantando “Espejo”: “Sé que tú y yo/ somos dos voces unidas por la noche.” Después me quedo oyendo a unos grillos. Fue Octavio Paz quien habló de la relación que existe entre el sonido de las alas eritreas de esos seres pequeñitos con la sinfonía que produce el universo. Esta noche, antes de dormirme, voy a buscar para Emilia, la pequeña hija de mi amigo Antonio Diego, un grillo de bejuco, perfecto y fresco que confecciona un artesano en la plaza central de Mérida. Luego me dejo fluir en la marea azul de la magnífica ciudad.

Segunda noche en la ciudad blanca; sacbé para revolcarse con el tiempo

En un autobús lleno de entusiastas doctores y maestros en literatura, filología, lingüística –y no sé cuántas otras ciencias y vainas del lenguaje–, enciendo mi grabadora para registrar la voz de Hernán Lara. Me habla de un relato que sucede antes de que los Beatles comiencen a sonar en las estaciones mexicanas de radio. En esa historia de amor, el poder evocador de Elvis (el Rey criollo) y el arte narrativo de Hernán, logran hacer que dé un vuelco el presente. Esta noche del siglo XXI, cuando llegamos a una ex hacienda de henequén, psicológicamente yo camino en una Ciudad de México en los albores de los sesenta. De alguna forma me las ingenio para salir del relato de Hernán y volver a Mérida. Preciso hacer otras entrevistas que me servirán para escribir esta crónica y para hablar de uc-Mexicanistas, el sensacional grupo de académicos-artistas que coordina Sarita Poot para promover la lengua española y la literatura mexicana en Estados Unidos. Conversamos sobre la importancia de difundir experiencias literarias en un español culto en la Unión Americana, sobre todo por la difícil situación migratoria y social. Hablamos de las mezclas entre el análisis de la literatura y la creación literaria, de las experiencias culturales en los distintos espacios geográficos, hasta que alguien dice, como cuando sorprendieron a Gerard de Nerval instalado en una escena de máxima felicidad: “¡Al coche señores!” Me cuesta trabajo conciliar el sueño. Como amanecerá muy pronto, salgo a dar una vueltecita por ahí para ver la mutación de algunas ventanas, muros, herrerías y umbrales; es decir, de algunas encrucijadas de tiempo: palimpsestos de piedra soñados en Extremadura y de piedras cinceladas en la antigua T’Hó. Recuerdo ir por el Paseo Montejo, dar una vuelta en redondo por la paradigmática figura de Gonzalo Guerrero, el español náufrago del siglo XVI que tanto amó a los mayas; recuerdo abrir un manuscrito que me estremece con su poesía arcaica. Es una edición del Chilam Balam publicada por la UNAM en 1973. En su prólogo, el maestro Antonio Mediz Bolio dice que este manuscrito-códice proviene directamente de “antiguos cantos o relaciones poemáticas que de padres a hijos fueron bajando”; dice que sus páginas contienen “fragmentos que muchos han tomado, a primera vista, por simples colecciones de acertijos; pero que en realidad no son sino fórmulas simbólicas de iniciación.” El siguiente verso pertenece al capítulo VI titulado Libro de los espíritus: “Siete veces se alumbraron las siete medidas de la noche, siete veces infinitas.” Desde luego esta fina balada maya me recuerda la poesía de Borges y, evidentemente, su libro Siete noches. El verso hace referencia a la cifra total de los tonos musicales que simbólicamente indican el sentido de un cambio después de un ciclo completo de espacio y tiempo. Tal vez, como a mí, el verso maya le sirva a algunos de los atormentados fans de Rita, para hacerle un guiño a la siete veces cantante infinita: “Estando aquí no estoy… Estoy en tu razón.” Es una fortuna escucharla en ese sacbé sabroso y ondulante en el que Santa Sabina se empalma con el viejo Kool&The Gang y con James Brown.

Crónica de la tercera noche; sacbé para volar

Las noches en Mérida suelen ser cálidas y risueñas. Pero hoy el ambiente es más intenso porque el Ballet Nacional de Cuba se dispone a desafiar la ley de gravedad. Sobre invisibles pero poderosas estructuras musicales, una multitud mira con asombro cómo los cuerpos comienzan a flotar, cómo las mejor dotadas, famosas y clásicas bailarinas del Caribe giran perfectas. La catedral de Mérida –que cronológicamente también lo es de la América continental– sirve de escenario para que frente a su plaza esplenda El lago de los cisnes, la más afamada historia de amor jamás creada por Tchaikovsky. El flujo humano que se desliza bajo los portales y se mueve entre las calles, termina frente a la catedral guardando un silencio considerado. Así permanecemos extasiados hasta que nos rendimos aplaudiendo a los artistas. La obra escenificada bajo el cielo constelado de Mérida ha terminado. Las familias, los enamorados –y algunos solitarios como yo– nos perdemos entre las calles con las imágenes de las bailarinas yendo y viniendo entre las notas musicales que siguen seduciendo a la memoria.

Así termina el congreso. A la convocatoria de Sarita respondió gente inteligente y culta pero sencilla. Ligados por la música nos hemos contado un sinfín de historias. Soñamos despiertos con fados y con sambas, se habló de son jarocho y montuno, de la trova yucateca y la cubana, de arreglos sacros y profanos, de música culta y popular, de música para reír o para dejar que nos lleven las saudades; se habló de los sonidos que nos curan, música para hacer el amor y ver cine, para bailar y tener amigos, bodas, odiseas, despedidas, niños.

Avanzo en Vivir para contarla. Las redes sociales se saturan con declaraciones de amor por Mérida y por Sarita Poot. Me uno a la gran fiesta saludando a Roger Metri, poeta y anfitrión.

Sendero azul sobre turquesas para llegar a casa

Abordo una avis plateada. No duermo, no estoy despierto, leo poemas del Yanalté o Libro de libros de Chilam Balam.

“Hijos, id a traerme aquí la tapa de la entrada del cielo y su escalera, de nueve escalones, todos de miel.”

Despegamos. Digo: abajo, en el diamante, dos novenas juegan nueve entradas, mientras Bolon Tiku, la diosa nueve, la de la luna plena, iluminará las nueve puertas de la percepción. Pero la mejor respuesta a la adivinanza del vidente es ésta: El pan real. Tiene razón Barthes: saber y sabor poseen la misma raíz etimológica.

Durante el vuelo se sienten algunas turbulencias. Se estremece el caballero que lleva puesto un sombrerito de águila. Como dice Medíz Bolio, ya no sé si lo que propone el poeta del Yanalté es una adivinanza sagrada o de plano es una entrada a la gastronomía sensual de Yucatán.

–Hijo, ve a coger una mujer de Jalisco, que tenga arremolinados los cabellos, muy bonita y doncella. Yo le quitaré su falda y su vestido. Estaré muy contento de verla. Su olor será de tierra y un remolino será su cabeza.

–Esta es la mazorca tierna del maíz –contesta el discípulo del vidente.

Abajo respira un fondo de turquesas líquidas. “Llévame señor de alma abismal. Dame la luz de agua.” Dice la evocada Rita. Al final del tercer sendero, el avis entra barriéndose con sus gomas de hule. Llego a home. Despierto dentro de un sueño.

martes, 3 de julio de 2012

Toledo y Kafka: Un informe para una academia


Francisco Toledo, grabados tomados del libro Un informe para una academia, 2010

Antonio Valle

LA RISA DE LOS TRISTES TRÓPICOS














En algunos relatos de Stevenson, de Melville y de Joseph Conrad es posible descubrir
analogías con el Informe para una academia. En esas novelas abundan situaciones que
no fueron recuperadas por Borges en la Historia universal de la infamia. Evidentemente,
Franz Kafka tuvo que haber leído a los escritores de los mares del sur antes de redactar
la inquietante historia de Pedro el rojo. Algunas ficciones que se desarrollan en La costa
dorada son más verosímiles que la historia oficialmente registrada al finalizar el siglo XIX.
Solamente por el sentido del humor del novelista y del grabador uno se ríe y no se cae de
espanto por la forma en la que fueron sometidos los naturales de los tristes trópicos.

RETRATOS EXÓTICOS
Hace diez años, mientras Toledo veía una fotografía de Jean Paul Belmondo, me preguntó:
“¿Quién de los dos se ve más viejo?” “Usted, por supuesto”, le contesté con afecto.
Mientras exploraba su rostro lleno de vida, sentí que la mirada de Toledo era tan honda
como la de un Neanderthal y tan avispada como la de Pedro el rojo. Es probable que por
el uso de metáforas con señales antropológicas de esta naturaleza, todavía en los albores
de los años sesenta algunos animadores de la cultura nacional encontraran en Toledo a
un personaje al que relacionaban con el exotismo, con la idea de que su arte era parecido
al arte bruto o al que produciría un “buen salvaje”. Evidentemente, era difícil definir el arte
de un joven cuya obra asombraba más a la gente de ultramar que a los de tierra adentro.

TRADICIÓN Y RUPTURA Y UNA RUTA DIFERENTE
A finales de los setenta, al pronunciar una conferencia en la UNAM sobre el autor de Investigaciones de un perro, Milan Kundera explicaba brillantemente cómo en la obra de Dostoievsky el “crimen” está en busca de “castigo”; a diferencia del mundo kafkianodonde al “castigo” es a quien le urge encontrar un “crimen”, una explicación que justifique el inexplicable sentimiento de extrañeza o de culpa que suelen experimentar personajes como Gregorio Samsa, Mr. K, algunos indios rebeldes y un reducido aunque brillante grupo de tránsfugas occidentales. El simio Pedro el rojo, más que representar una parodia, es un personaje al que Toledo recurre para contarnos que, de alguna forma, él también soportó una metamorfosis.
Después de abandonar un mundo idílico (literalmente léase: milenaria cultura zapoteca)
descubrió un buen fragmento del gran arte de Occidente que le resultaba fundamental
para trabajar en algunos “de sus magníficos informes plásticos y gráficos”. Toledo aparece
en la escena del arte en México poco antes de que irrumpa un grupo de artistas conocido
como “movimiento de la ruptura”. Ya desde entonces las pinturas del artista juchiteco
comenzaban a ser muy apreciadas. Juan Martín, el corredor y legendario promotor de
arte, dueño de la galería que promueve a los pintores de “la ruptura”, dice que gracias a
la venta de las obras de Toledo y de Francisco Corzas logra mantenerse su negocio.
Mientras Toledo afirma no haber roto con nadie, creadores como Manuel Felguérez, Lilia
Carrillo, Gabriel Ramírez y Vicente Rojo, entre otros importantes artistas, sientan las
bases estéticas y conceptuales que los separan de la llamada escuela mexicana de
pintura. Es importante recordar que una de las pretensiones más caras de los muralistas
mexicanos fue recuperar “el espíritu” del arte precolombino. Independientemente de sus
aportaciones a la historia de la plástica nacional, gran parte de esas obras públicas y
monumentales cumplían con una función ideológica y didáctica, es decir, con una labor
de propaganda para “educar” a las masas. Entre otras cosas, la política cultural
emprendida por el Estado mexicano incluía una reivindicación del pasado mesoamericano
como una parte constitutiva de nuestra identidad. Sin embargo, los campesinos gorditos y
las indias bonitas, herederas del México profundo que pintaba Diego Rivera, contrastaban
con los famélicos seres de carne y hueso que deambulaban por el campo. Sobre todo un
buen número de imágenes de los muralistas desentonaban con los retratos hablados
mucho más verosímiles que Rulfo presentó en Pedro Páramo y en El Llano en llamas.
Toledo no necesitó “romper” con la escuela mexicana de pintura, porque además de que
debieron gustarle algunas de las pinturas de los muralistas, ni espiritual ni racionalmente
formaba parte de esa academia. Ya para entonces Toledo había descubierto los lenguajes
técnicos y estéticos de Goya y de Enssor –entre otros excelentes dibujantes europeos–
para elaborar una obra que incluía una agudísima y sutil reinterpretación de la cultura
zapoteca clásica, así como de la rica cultura popular de los binizá contemporáneos; cultura
que a lo largo de la historia ha desarrollado una importante saga literaria, mítica,
gastronómica, fotográfica y poética. Por cierto que buena parte de esas expresiones las
conocimos en las entrañables Ediciones Toledo.

LOS SALIERI: MEMORIA DE UN INÚTIL COMBATE
El poeta Francisco Hernández ha dicho que existe una especie de cohorte Salieri. Su principal ocupación consiste en difamar a los artistas. No hay creador interesante que no haya sido blanco de sus burlas e invenciones. Un grupo de intelectuales, que devinieron en calificadores o comisarios culturales, de vez en cuando dice que el artista zapoteco no es zapoteco y que por lo tanto no habla el didxazá materno, que sus camisas arrugadas son manufacturadas con algodones egipcios, que más que un pintor, Toledo es un avatar de Don Giovanni, que lo que se escribe y se dice de él corresponde más al reino de la fábula que al de la historia objetiva. En el fondo, la crítica Salieri (en la versión que Milos Forman presenta en su
Amadeus) no hace más que expresar otro poco del racismo habitual que permea a buena
parte de nuestra “democrática” sociedad. No es imposible que para algunos sectores
académicos siga siendo “inconveniente” que un artista como Toledo, que prefiere hablar
una lengua precolombina, sea capaz de mantener una trayectoria tan asombrosa como
consistente en nuestro país, en Estados Unidos y en Europa. Para nutrir a la atormentada
legión Salieri, habría que agregar que, gracias a los oficios del pintor istmeño, se han
implementado importantes políticas culturales en Oaxaca, acciones de las que Germaine
Gómez Haro se ocupa en estas mismas páginas.
(La Jornada Semanal. 5 de diciembre de 2010).

METAMORFOSIS ERÓTICA –CINISMO Y POSTMODERNIDAD

En un mundo desobediente, plagado de seres transgresores, donde abundan escenas de
personajes que desafían las leyes de la lógica, de la gravedad y el erotismo, uno de los
temas trascendentales de Toledo es el de la metamorfosis. Pasando por alto las leyes de
la censura oficial, ha desarrollado poderosas imágenes de un estilo absolutamente
reconocible. Al mismo tiempo, estas imágenes guardan una clara distancia de la fugacidad
de las propuestas postmodernas. Sin embargo, a esa matrix hiperreal y alienante, es
posible incorporarle algunos relatos de Kafka. La metamorfosis por ejemplo, aunque se
despliega en un ambiente familiar, cuenta con un apartheid en el que nadie permanece
a salvo. En esa historia cobra forma una amenaza que nadie sabe con exactitud de dónde
viene ni hacia dónde se dirige. Esa sensación de existir en el vacío, tan característica de la
postmodernidad, produce además de síntomas de paranoia una autocensura permanente.
En los héroes kafkianos la sensación de vivir en algún tipo de falta ontológica es letal.
Aunque el recurso de la ironía es muy intenso, el deseo de vivir termina por ser inexistente.
Por el contrario, las metamorfosis que experimentan los personajes de Toledo son
endiabladamente sensuales, ya que han sido “diseñados” para despertar el sentido del
humor y el deseo. En los dos artistas existen oscuras y radiantes coincidencias, sobre
todo por la simpatía que ambos sienten por los animales; particularmente por el reino de
los insectos. Por ejemplo, a Gregorio Samsa, convertido en un escarabajo cuyo destino es
la muerte; Toledo podría recuperarlo en su Mictlán laberíntico y secreto para dotarlo de
una nueva vida. El héroe kafkiano, casi como si se tratara de una deidad egipcia, sería un
símbolo de resurrección que deviene de su propia descomposición familiar y corporal.
Como en Mesoamérica la muerte es un símbolo benéfico, es imprescindible la mutación
que viene de la vida y a la vida vuelve. Asistimos a una puesta en escena del eterno
retorno. El proceso laberíntico y espiral propuesto por Kafka y por Toledo es una antítesis
de la teoría de Francis Fukuyama, que propone el fin de la historia; otra condición de la
postmodernidad, cuya idea lineal del tiempo parece detenido en un presente perpetuo
que finalmente termina en el vacío. Pedro el rojo pertenece a un campo hermenéutico
distinto. Simbólicamente, los simios colaboran con el mantenimiento del orden cósmico.
Algunos monos hieráticos son considerados bodihisattvas que acompañan a los monjes
en la búsqueda de sus libros sagrados. Además de ser concupiscentes y simpáticas
compañías, bajo la piel de los monos suelen ocultarse monjes taoístas. Sin embargo,
Pedro el rojo no corre con tan buena suerte. Antes que nada es cazado a balazos. Luego
es enjaulado en una celda donde no puede acostarse ni ponerse en pie. Como en la mítica
película del cineasta checo Milos Forman, nuestro personaje se encuentra Atrapado sin
salida. En ese manicomio boyante, siempre observado por la turbia mirada de los seres
humanos, Pedro se ve obligado a convertirse en hombre. Con una técnica sofisticada, que
incluye quemaduras sobre la piel, Pedro es obligado a beber alcohol y termina por
“embrutecerse” humanamente empinándose una botella de schnaps. De esta forma
obtiene “la cultura media de un europeo”. Esta técnica no fue desconocida en América.
Innumerables testimonios de historiadores de indias dan cuenta de cómo los nativos del
continente lograron “adaptarse” al nuevo status cultural apoyando su endeble existencia
en el aguardiente. ¡Qué lejos estaban aquellos simios orientales de los monos que
habitaron nuestros tristes trópicos! ¡Qué distantes se encuentran nuestros monos
borrachines de Hánuman, el simio sagrado del Ramayana que restablece el amor
y el orden!

APUNTES ILUMINADOS CON BRUJAS DE FÓSFORO
DE LA EXPOSICIÓN INFORME PARA UNA ACADEMIA,
QUE FRANCISCO TOLEDO LE OFRECIÓ A KAFKA Y A
PEDRO EL ROJO

Vibran las estrías de Toledo; como olitas erizadas,
dejan que se filtre limpio el aullido de Pedro en el
papel y en los huesos fracturados de otros animales.
Todo lo que reposaba en sus lenguas verdes se ha
perdido. Juntos compartimos el cráneo oscuro y
carmesí de un carcelero. Afuera brilla, con su farsa
salvaje, la afamada llave apretada en una mano.
Ahora, cuando yo ya no soy otro, sino él, quién con
su embriaguez hizo que perdiera la pureza de la
sedición, ha conseguido que entienda las palabras, esa ciencia que nos dieron a beber
a sangre y fuego. Los disparos no encontraron a nuestro gemelo corazón abierto, pero
sí el close up aterrador que nuestra mirada encuentra en un espejo. Vibran las estrías de
Toledo, buscan el azogue que en lo oscuro vive. La tinta inyecta energía en la espina
dorsal de una criatura en llamas.


Francisco Toledo, grabados tomados del libro Un informe para una academia, 2010

















BAJÁNDOLE DE INTENSIDAD A ESTA HISTORIA
PARA ALCANZAR UN FINAL MENOS ABRUPTO

Un mono alegre, conversador y andarín solía iniciar a rapaces coloristas en el gusto
refinado de las fábulas. El antropoide conocía el secreto para caminar encima del
agua, del fuego y el celaje. Uno de los pequeños aprendices, que era tan viejo
como un laberinto de Guiengola, comenzó a trazar algunos planos paradójicos.
Quienes padecían de melancolía por falta de imaginación, le solicitaron al artista que los
dejara observar esas regiones. Nada es más humano que apreciar una metamorfosis
oportuna y curativa. Como a Pedro el rojo, a los pacientes espectadores que desplegaron
una mayor belleza interna no les fue difícil conquistar a una chica mona, salvaje y deliciosa.
Así se aseguraron de atravesar sin miedo –y con sexo– por las cuatro estaciones de la vida.